domingo, 17 de marzo de 2013

Guerra de palabras.

Cuando la luna se escondió tras las montañas, apareció galopando en su corcel negro, más negro que cualquier caballo que el lector haya visto. Las llamas en la aldea que dejaba atrás delataron enseguida al autor del maleficio, de la trama del tiempo se hizo amo para entrar en cualquier momento, era amigo de la araña que la tejía, una mosca insignificante que ahora le hablaba al oído.
Su papel era el de villano, su historia tenía que ser magnífica, a gran velocidad avanzó galopando en el asfalto temporal, yo no lo vi, pero me contaron, no quemó mi aldea pero si la de los antiguos habitantes de algún país que visitaré algún día.
El viernes santo, las campanas de los pueblos vecinos repicaron sin que nadie las tocara, en el horizonte el anaranjado color anunció el nacimiento de una leyenda.  Y los aldeanos, insignificantes gotas de rocío en la telaraña universal, sintieron en sus huesos la pluma pesada del escritor demiurgo, un escalofrío repentino recorrió los cuerpos despertando un temor en las carnes, cada célula de cada cuerpo se sintió amenazada, y no era para menos; un otro había despertado, un alguien era consciente y ahora quería jugar, y traía puesta una corona, un sombrero de olivos.
Dicen los que vieron, que mientras dormían, un rayo atravesó sus sienes, los monjes de los monasterios abrieron sus ojos y no meditaron más, el cuento los llamó a actuar, no estaba en peligro la existencia sino la historia misma.
Pronto se supo en todos los rincones de la página, que la personificación del mal había aparecido, alguien había tomado el sendero oscuro y lo había hecho suyo, el camino sin luna ni estrellas venía galopando sobre un corcel invisible. Muchos se hincaron a sus pies, cuentan que cuando llegó a la capital, príncipes y reyes hacían fila para colmarlo de bienes y regalos, llegaron de los 7 puntos no-cardinales para rendirle honores.
Se instaló en el palacio del rey, sus sirvientes eran príncipes, su corona de olivos era la bandera que ondeaba en todas las catedrales. Sus manos eran de carne y hueso, su aliento apestaba a cerdo, como el de todos, su barba era roja, sus cejas castañas y su pelo blanco y largo como una capa. Sus ojos centelleaban, tenía fuego, literalmente fuego ardiendo en sus pupilas. Sus piernas eran delgadas, enfundadas en unos pantalones oscuros y ceñidos que parecían brotar de sus propios huesos. Le ruego al lector que le ponga cara de villano, y una camisa normal de la época en que lea.
Su voz sonaba en los corazones de quienes lo veían, buscaba con afán al enemigo, al bueno del cuento, al príncipe gallardo al que se enfrentaría, al apuesto caballero en un corcel blanco que le haría frente. No encontró al valiente en ningún corazón que miró.  Pero sabía que en algún párrafo aparecería, si es que no se había insinuado ya.
El castillo de la bandera de laurel, se encontraba repleto, la ciudad estaba llena de soldados y cada vez se adivinaban más caballeros en el horizonte, no había ya ninguna casa que ocupar, y las tiendas se alzaban en la planicie por doquier. Los cuernos sonaban y mensajeros iban y venían, trompetas de guerra convocaban a cualquiera que hubiera sentido el llamado del nuevo señor.

Mientras tanto en el monasterio, se buscaba otra pluma para rayar la hoja en blanco, justo después del párrafo anterior. Los monjes afilaban sus lápices, y preparaban sus pinturas, el buda caminaba de nuevo con paso ágil dando órdenes. Pergaminos antiguos se desenrollaron, polvo de antiquísimas historias llenó el modesto lugar al borde de un acantilado. Los ojos miraron, de nuevo se concentraron en esta realidad, las miradas cargadas de fuego de varias moscas parlantes buscaban la forma de parir avispas de papel, bueno, en realidad no muchas, solo una capaz de matar arañas. El buda despertó a varios dioses, invocó a buenos y malos de historias pasadas y futuras, resucitó reyes leales a su voluntad y durmió a aquellos que aún no habían sucumbido al poder del nuevo señor, pero que lo harían. Llegaron hombres santos de todas las regiones del hectaedro, todos débiles y famélicos, cansados y con ganas de volver a ignorar el cuento.
El buda no encontró un ejército digno de oponerse al del nuevo señor, todo lo que tenía era hombres de buena voluntad, y uno que otro malo de una historia en la que se había visto vencido, y algunos buenos vencedores. En realidad, dicen que no se preocupó, se rió cuando uno de los antiguos reyes le mostró la debilidad de su ejército. Dijo su nombre, y el verdadero nombre de cada uno de los presentes en su monasterio, y a cada canto, cada personaje se convirtió en todo un hércules. Ruego al lector que si nunca vio a hércules, o no conoce sus hazañas, se imagine al hombre más fuerte que conozca.
Las campanas sonaron como llamada a la guerra, todos los monasterios con todos sus budas musculosos se juntaron en una sola línea.
El malo del cuento leyó a su oponente en el párrafo anterior. Supo su condición pero no su nombre, y propuso un cambio justo al escritor, reveló su nombre para que fuera escrito, a condición de saber el nombre del santo. El demiurgo le susurró el nombre del santo, es Odishsus. El nombre del malo es Demiapán.
Demiapán nombró a Odishus, y Odishus nombró a Demiapán, ahora ambos se pertenecían y habían entrelazado sus letras para encontrarse en la misma página, al párrafo siguiente.

Cabalgaduras de todas las formas y tamaños, vivas o muertas, pasadas y futuras, salieron del monasterio, volando, reptando, caminando, corriendo, nadando. Mientas que del castillo de la bandera de Laurel, a paso de conquistador se encaminaron los sirvientes de Demiapán. Se acercaron letra por letra, y se encontraron frente a frente en este párrafo, alzaron sus vocales y cantaron guturalmente con sus consonantes para atemorizar al enemigo. Odishus y Demiapán, reservaron un sitio en el centro para encararse, en toda la planicie se veían santos musculosos y reyes malditos odiándose con agua y fuego en sus ojos. Armas multicolores adornaban todo el espacio, la página se llenó de un espeso humo de antorchas y cabezas encendidas. Ojos de todos los lectores se entornaron para entender lo que estaba pasando. El campo de batalla se dibujó ante la vista de todos, como en las mejores batallas en las que el lector haya participado.
En el centro, justo en medio de Odishus y Demiapán, un tablero de ajedrez, con todas sus fichas bien puestas, pero un poco diferente al que el lector normal puede conocer; con sus siete lados y sus 777 casillas, y sus 333 piezas, alineadas y listas para jugarse la vida.
Las miradas de fuego del buda y el nuevo señor, concentradas en el tablero, las letras fueron y vinieron, los minutos pasaron, el tiempo se consumió ante la vista de cualquiera que lea. De repente el grito final, Demiapán recitó el alfabeto completo mientras se hacía mosca en el matamoscas, aplastada junto al rey de su parte que cayó a manos de la dama del buda. La avispa había picado a la araña. Los monjes tenían los huevos listos. ¡La araña ha muerto, viva la araña! gritaron todos los que se encontraron en estas líneas.
El demiurgo ha contado otra historia. El lector la ha leído. El escritor no tiene ni idea de que acaba de pasar.

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