jueves, 27 de diciembre de 2012

La Vaca.

La vaca había muerto hacía apenas unos dos días, y las cosas en la casa no andaban bien. No había leche, y en verdad la pereza me impedía salir a comprarla o pedirla a algún otro, claro que tampoco sabía si algún otro estaba todavía por ahí.
No había quesito para el desayuno, ni aguapanela con leche, ni siquiera crema para la arepa. Sin posibilidad alguna de encontrar una solución que no implicara entrar en contacto con otro, me obligué a no echarle leche a nada.
Extrañaba la nata en el café, pero con otro uno nunca sabía a qué atenerse, lo único seguro era el miedo, y el miedo siempre inicia un juego, y en el juego uno no sabía si iba a decapitar o ser decapitado, y para ser francos, la sensación de tener una cabeza por ahí rodando es bastante vertiginosa, por no decir más.
Además eso de ganar o perder lo mantenía a uno muy ocupado y lo alejaba de las cosas realmente importantes, como por ejemplo el idioma de los gatos, o el tiempo de las plantas, o simplemente encontrar nada.
Una vez recuerdo que encontré a otro y le pedí una o dos cosas diferentes de las que yo tenía, pero el intercambio no resultó para nada como esperaba, al traerme las cosas de otro a mi casa, me di cuenta que me traje también un pedazo de otro a vivir conmigo, y durante un largo tiempo no pude desprenderme de la sensación de que ahora otro y yo eramos uno. Fue horrible. Además todavía tengo resaca del juego que le gané para poder traerme las cosas.
Fue la única vez que me crucé con otro, y todavía tengo la sensación que por pedirle alguna cosa diferente a la que yo tenía, me convertí en él.
Ahora que se murió mi vaca, no se si deba atreverme a pedirle leche a otro, creo que mejor ordeño mi cabra.

viernes, 30 de noviembre de 2012

De un personaje en construcción.

Falta poco, intento salir de las apretadas piedras negras que me dan forma, siento el aire, pronto naceré para siempre.
La pluma que me dará vida espera en su robustez incompleta, mis compañeros también sienten cerca la existencia, desesperan por el primer suspiro, anhelan ver los trashumantes ojos del peregrino que los descubrirá. Es extraño, excitante, nacer siendo adulto, justo como el doctor Faustroll, ya está en mi lo que siempre estará.
Diviso en las sombras mi cuerpo, una silueta que me pertenece desde hoy, mis manos tan mías, tan de todos, tan ladrillos del mundo y tan poco cuajadas, tan inmateriales e imperecederas. La esencia de la inmortalidad corriendo por mis venas desde mi corazón fantasía, escápula, cráneo de hueso y temporal de papel. La repetición de una historia, fractal imposible del asunto completo.
Yo soy. Mi existencia nebulosa no califica como tal, en si misma es, no hay cualidad alguna que pueda disminuir la santidad del momento este que no cabe.
Mi nacimiento en este mundo, será el ruido de fondo de la historia.
Profeticé mi propia existencia, llamé en la árida arena arácnidas animas, arañadas las ambiciones ambiguas del artista artero, ateo, astuto, aro asintoide tejedor invisible de la historia húmeda, bóveda benéfica, bastarda, bienhecha y bienhechora, bastión, bastón banal, berrido bruto que crea sin concebirse asi mismo creador, completo y certero caballero castrense constructor de cercas negras.
Saboreé el mundo.
Me lo quiero tragar.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El Espejo del amor (Alan Moore)


EL ESPEJO DEL AMOR

Incluso antes de llegar a tierra firme
hubo un tiempo en que las cosas
se amaron libremente,
ignorando su género.
El deseo ciego
transformó el limo en peces,
a los peces en simios
por medio del sexo:
glorioso motor de la vida
batiéndose en el légamo.
Los animales no olvidan:
los delfines aún alternan sus emparejamientos
con su propio sexo
y con el opuesto,
el eco de sus éxtasis
se escucha en la distancia.

Ya en la tierra,
las primeras sociedades,
grandes manadas de hembras,
criaban juntas a sus camadas,
sin machos,
pues su papel en la reproducción
era desconocido.
Las mujeres se lamían
y se acicalaban entre ellas,
mientras los hombres las miraban,
dando vueltas y vueltas a su alrededor…
En el principio, por tanto,
hubo tres millones de años
de maternidad.

El Verbo
vino después,
y el verbo
fue poder,
fue patriarcado:
los hijos primogénitos
se retorcieron en los altares
de un dios padre.
El verbo
se hizo ley:
en Sumeria
a las mujeres
que se burlaban de los hombres
les rompían los dientes
con ladrillos quemados.

La ley,
una vez concebida,
se aplicó a todo.
El Levítico condenó
casi toda práctica sexual
por abominable,
incluyendo aquella
entre dos hombres.
Se concibió así
para relegar a los cananeos
cuyos sacerdotes
practicaban la sodomía.
Si en vez de esto
hubieran sido caníbales,
qué distintas serían las cosas.

Jadeamos
sobre las playas del Devónico,
nos arropamos
bajo estrellas neolíticas.
Escupimos sangre
entre dientes machacados
manchándonos mutuamente
al besarnos.
Siempre hemos amado.
¿Cómo no iba a ser,
si te pareces tanto a mí
cariño mío,
y sin embargo eres diferente?

Amamos
mientras las grandes
culturas mediterráneas
florecían
sin inquietase en absoluto
por sus impulsos homoeróticos.
Considerando civilizado
el amor entre hombre y efebo,
griegos y romanos
lo convirtieron
en sello de clase y rango
dentro de su esmerada
estructura de poder.

El ejército espartano
quiso ir más lejos,
impuso el amor entre hombres,
para producir soldados
que defendieran
en la vanguardia
a sus amantes
hasta la muerte.
Exigiendo crías más fuertes,
entregaban los infantes
de vuelta a la naturaleza:
sobre todo a las niñas.
Quizá por esto,
cuando Roma los invadió
tan solo quedaban
dieciséis espartanos.
Dejando a un lado a las tropas
travestidas de Corinto,
esta costumbre
era única.
Fuimos creadores.

Homero anheló en verso
abrazar la sombra de Aquiles
mientras que en su isla,
la exquisita Safo,
evocó la mirra
vertida sobre la cabeza de su amante,
y a muchachas sobre suaves lechos
con todo lo que más deseaban
a su lado.
Mas esta tolerancia
no pudo resistir
el avance de la cristiandad,
que ignorando el amor de Cristo
por los desheredados,
optó en su lugar
por la severidad moral.

Definiendo el sexo como algo vil,
un obstáculo contra la fe,
San Pablo llamó
por vez primera
al amor hacia el sexo idéntico,
pecado.
Ah, pecado.
¿Fue ese el nombre
de un beso robado
tras los escudos de guerra
que se entrelazan?

¿Fue el pecado
lo que hizo
a Safo llorar
y escribir:
“no he tenido
ni una palabra de ella”?
Con las manos manchadas
de sangre de recién nacidos
vieron nuestro amor
y lo llamaron pecado.
Santo Tomás de Aquino,
allá por el siglo trece,
puso en orden
los grados del vicio,
incluyendo la copulación
con el sexo indebido.

Puesto que en la Edad Oscura
pronunciamientos como esos
eran rutinariamente
convertidos en ley,
hubo hogueras,
decapitaciones,
cuerpos retorciéndose
lentamente en la brisa.
Aunque ahorcar a alguien
solo por sodomía
era infrecuente, cargos así
añadían lastre a las venganzas.

Los Caballeros Templarios
acusados de sodomía,
habían presionado
a Felipe de Francia
por deudas
que no podía pagar.
El Papa,
a su vez deudor de Felipe,
ordenó la persecución
de los Templarios.
Entonces, como ahora, nuestro amor
fue convenientemente usado
como calumnia.

Al florecer el Renacimiento,
las ciudades resurgieron gradualmente,
y en sus callejones
brotó nuestra subcultura,
como un pálido capullo
que sólo se abre de noche.
A pesar del salvajismo eclesiástico,
un clima social mejor
convocó
una vez más
a nuestra Musa.

Así, Miguel Ángel
miró a lo alto
de un repleto cielo sixtino
y le dijo a su querido Tomasso
que aunque la ignorante
y malvada turba fuera ajena
al que siente,
no hay voluntad
que pueda plantar coto
a nuestro amor,
a nuestra fe,
a nuestro honesto goce.

¿Cómo pudo saber
allí con su paleta
creando el cielo
desde un infierno
restringido e incómodo,
con su cincel temblando
a punto de liberar
de la fría piedra
el hombro de David?
¿Cómo pudo saber
qué infortunios guardaba el futuro
cuán repugnante su voluntad?

Mi amor,
la ignorante y malvada turba
está con nosotros, con nosotros aún.
El siglo dieciséis favoreció
que los hombres se travistieran
en papeles de mujer,
forjando un vínculo
entre nuestra cultura
y el teatro
que perdura
hasta hoy en día.

El dramaturgo más grande de aquella era,
en sonetos dedicados
a su benefactor,
el señor W.H.,
proclamó su amor
con mayor repique
que el que usó para anunciar
la ruina de dinastías.
Con el tiempo, una “amistad” así,
apasionadamente expresada,
se hizo costumbre,
y la sociedad, sin tener
gran deseo de castigar
lo que era entonces
algo común e inofensivo
sin tener una palabra

para definir la homosexualidad,
pudo correr
velos platónicos
sobre nuestro amor
y mirar hacia otro lado.
Nunca fue más evidente
que con las Damas de Llangollen,
dos mujeres que vivieron
juntas sin ocultarse,
en excéntrico aislamiento,
objeto de sospecha,
pero también de fascinación.

Divertidas en sus iras,
y amantes de lo pintoresco,
esparcían capullos de rosa
alrededor de su alquería,
prohibiendo la entrada a Wordsworth
cuando las menospreció en verso.
Sin ellas,
Se empequeñece la historia.
Crecimos, pero en la oscuridad.
Emily Dickinson describió
el pecho de su amante
como perfecto para las perlas,
nadie leyó sus palabras
nadie escuchó su voz
hasta que estuvo muerta.

Entre sus muchachos bronceados por el polvo,
Walt Whitman soñó
una nueva Ciudad de los Amigos,
construida con miradas tiernas
en el tumulto de los jornaleros.
.
Y así Shakespeare mojó una pluma
en su alma afligida,
mientras Eleanor y Sarah
despedían a sus sirvientes
y clavaban poemas en los árboles.
Sobre el corazón puro de Emily,
el peso de su amante una noche…

¿A quién le importará, amor mío?
¿Quién cuidará
de gemas tan frágiles como éstas?
Solo en las culturas ilustradas
pudimos respirar:
El salón de Natalie Barney
entretuvo y escandalizó:
Gertrude Stein tomaba el té
Y Mata Hari, desnuda
montaba sementales enjoyados.

Insolente Natalie,
que espoleada por Reneé Vivien,
se despachó en un ataúd forrado de satén,
a la puerta de la poetisa,
mientras París sonreía.
En otro lugar,
Leipzig, 1869,
un tal K. M. Benkert
hizo por vez primera
alusión a la “homosexualidad”.
La opinión de la Inglaterra industrial
de que todo debía ser
explicable por la ciencia
indujo a los doctores

a declararnos
mentalmente enfermos,
ni amigos
ni pecadores
después de todo.
Las tabernas,
donde se daban encuentro los invertidos,
quedaron sacudidas por el viento.
El clima había cambiado,
como descubrió Oscar Wilde a su pesar;
demasiado propenso
a los mozos proletarios
y a irse de cena con panteras.
El padre de su amado, un marqués,
lo denunció por sodomita.
Querellándose imprudente por calumnias,
Wilde fue puesto en evidencia,
condenado a la cárcel de Reading,
para exiliarse después en su desgracia.


La era terminó
y los noventa malva de Wilde
encanecieron,
aunque contuvieron las semillas
de algo digno y humano:
Desde Alemania,
antes del fin del siglo,
llegaron las primeras protestas
contra las leyes de sodomía.
La emancipación había comenzado.

Qué tiempos aquellos
nacidos con los cañones de Tchaikovsky,
que no pudieron ahogar
los susurros de su corazón.
Qué tiempos aquelos,
que se clausuraron
con nuestros primeros,
titubeantes pasos
hacia la libertad…

Y marchè
como amè, querido mìo,
contigo,
siempre contigo.
La dignidad marchò
de la mano de la vergüenza.
Descalificados para amar libremente
nos citábamos en medio de la inmundicia:
era lo único que se nos permitìa.
Nuestra cultura,
que adoptò a Colette,
quien escribía tan perfecto
el nombre de Missy
en la pulsera de su tobillo,

también llegó a conocer
pasillos oscuros:
apestosos urinarios,
que nos recordaban
a pesar de nuestra ternura,
nuestra equivalencia
con la mierda.
Irónicamente, la Primera Guerra Mundial,
permitió una nueva forma de intimidad:
los jóvenes vivieron
y murieron juntos
en el barro extranjero.

Allí, Wilfred Owen
le dio a su amado un soneto
y una chapa de identidad,
y le pidió a su corazón que la besara
con sus latidos, día y noche,
hasta que el nombre se desgastase
y desapareciera.
Por desgracia, la guerra trajo
no solo camaradería,
y en la derrotada Alemania
la mutiladora deuda
fue el humus
del que flores fascistas
brotaron con horror.

Hacia 1933, ya éramos
objetivos para el Reich
pero no podíamos sospechar todavía
lo bajo que estábamos por caer.
En mataderos,
etiquetados con triángulos rosa,
morimos a millares.
Dicen que las duchas
contenían cuerpos amontonados
como si los más fuertes y abatidos
hubieran trepado a las espaldas de sus amantes
para escapar del gas,

traicionando así, en el último momento,
nuestro amor,
la única cosa que creímos
que no nos podrían quitar.
¿Puedes imaginártelo?
¿Puedes?

No llores, cariño mío.
Fue tan sólo un sueño
una pesadilla engrendrada
en el ceño del siglo,
y si regresa de nuevo
te abrazaré hasta el amanecer
lo mejor que sepa.
Mientras amanecía en Europa
las tropas regresaron,
trayendo consigo algunas
formas nuevas de vivir,
para asentarse en Barbary Coast,
en Portsmouth
o en Nueva York.

Nuevos mundos
parecieron posibles,
y Ginsberg aulló
contra un estado
que nos llamaba
comunistas,
no satisfecho con marcarnos,
como si fuéramos ganado
con la palabra “enfermos”.
La Sociedad Mattachine
el primer grupo
gay de Norteamérica
se formó en 1950,
seguido por

la comunidad femenina
de las Hijas de Bilitis.
A su vez, Inglaterra
fue testigo de campañas
a favor de los derechos de los homosexuales,
mientras Orton escribía
sobre muchachos oscuros
con una nueva
y peligrosa
moral.

En 1967,
Gran Bretaña legalizó
el acto sexual consentido
entre varones adultos,
mientras que gradualmente
a lo largo de Norteamérica,
los estados comenzaron
a modificar
sus leyes.
Aunque todavía acosados
nos sentimos jubilosos,
el primer peldaño
de nuestro ascenso,

alcanzado.
Nos zambullimos
en las piscinas de Hockney
y bailamos con la banda
de Brian Epstein.
El viernes,
27 de junio de 1969,
una redada policial rutinaria
en el bar Stonewall Inn
en Greenwich Village
fue el detonante de las revueltas
de las que surgió
el Movimiento de Liberación Gay.
¿Fue la muerte de Judy Garland
o tal vez cinco mil
años de historia
la que nos lanzó
a las calles
para incendiar la noche
con nuestra rabia?
¿te acuerdas de cómo corríamos
en medio de bidones de basura en llamas,
cogidos de la mano,

riéndonos aún más alto
que las sirenas,
sintiéndonos puros y sin miedo a nada?
Sabíamos
que la libertad
podía lograrse,
que nada
podía evitarlo.
Estábamos seguros, mi amor.
Estábamos tan seguros.

Eso fue antes del virus.
El SIDA lo cambió todo.
Aunque al principio
afectó a los heterosexuales,
que eran nueve de cada diez
contagiados en todo el mundo,
la Iglesia y la prensa
hablaron de una “peste gay”.
Y a nosotros, que tan cerca
estábamos de ser reconocidos
como plenamente humanos
nos convirtieron, en cambio,
en el hombre del saco.

Una tragedia humana
dio licencia para el fanatismo,
hubo policías que afirmaron
hablar en nombre de Dios,,
al describir a personas
que tenían el SIDA
como culpables de revolcarse
en su propia mierda,
mientras el Consejero Brownhill,
un conservador,
recordó una anterior
solución final
y propuso
“gasear a los maricones”.

Y Margaret Thatcher
elogió su actitud.
Permitió que una propuesta
se aprobara como ley,
que su ministro
del gobierno local
describió como
destinada a borrar
todo rastro
de la homosexualidad:
el mismísimo acto,
todas las relaciones gays,
hasta el concepto abstracto
desaparecería,
una palabra arrancada
del diccionario.

¿Seremos chivos expiatorios
como hicieron de los templarios,
cananeos y judíos,
u obligará el SIDA
a abandonar todo prejuicio,
todo silencio furtivo sobre el sexo,
para salvar sus propias vidas?
¿Cuándo nos aproximemos
al futuro
divisaremos en el horizonte
las torres de Utopía,
a las chimeneas
de los campos de exterminio?

Mi amor,
ojalá lo supiera.
mientras duren nuestras vidas, nos amaremos,
y después,
si lo que dicen es cierto,
que se me niegue un cielo
repleto de papas,
policías y fundamentalistas,
que yo en cambio arderé,
muy feliz,
con Safo, Miguel Ángel
y contigo, mi amor.
Arderé la eternidad entera
contigo.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Viaje descualquierizante de LSD


No voy ni a tratar de reconstruir el vuelo, solo voy a transcribir tal cual lo que escribí.
Salí buscando ideas al aire… y eso tuve jajaja
:D jaja y ahí va todo...

1. No cargar papel sobre el que no pueda escribir.
2. Lo malo de cuando te das cuenta que nada tiene sentido es que también descubres que nunca tuvo por qué haberlo tenido.
3. Todos mis personajes se preguntan si sería mejor ser todos mis escritores.
4. Todos mis personajes se preguntan por el “Cómo vivir” de los demás personajes. Cuando todos los personajes se dan cuenta que andan viviendo según el “Como” de uno que tampoco sabe, se descualquierizan.
5. Venimos de la selva jugando a escuchar a otros que siempre han jugado con nosotros, desde el principio hacemos todo lo que decimos y decimos todo lo que hacemos porque hacer y decir es lo mismo.
6. Nuestra realidad está hecha de palabras.
7. Todos somos niños. ¿Cuánto tiempo llevamos jugando? Por siempre. Jugando a seguir y ser seguidos. A que te cojo la cola.
8. Somos la humanidad, salimos de la caverna. Ya no queda nada que proteger, todos nuestros cimientos han sido destruidos por el ataque constante de todos los peores males. (hipermegarsupermales)
Y todas nuestras bases han sido bendecidas por un miliuverso de lágrimas.
Ya sabemos que le mal nos hace ver mal y el bien nos hace ver bien. Ahora… ¿Para quién hay que lucir el vestido?
Entre nosotros es el peor de los peores y tras él va el mejor de los mejores y no hay uno tan malo ni uno tan bueno como lo que somos. Venimos persiguiéndonos la cola.
9. Todo afuera peligroso, todo adentro seguro y así nos fuimos persiguiendo la cola.
10. Nuestra arma es nuestra voz, lo que hacemos lo decimos, lo que decimos lo hacemos, la palabra nos RECREA. Ring! Nuestro mundo es un juego de palabras.
11. Acá estamos, no sabemos y ya entendemos que no necesitábamos saber. Subimos miles de pirámides, nos decapitamos para llegar acá a decir que estamos igual que al principio.
12. ¿Y Ahora qué? ¿A quién le estamos hablando?
13. Somos niños sin regla que llegamos a descualquierizar.
14. Cual-quiero… Cualia-Eros.
15. Al que le venga en gana.
16. Hacemos todo lo que vemos y vemos todo lo que hacemos.
17. Afuera información, adentro información, somos información, la pregunta no es qué informamos o cómo informamos sino para queién informamos… ¿otra vez te persigo la cola?
18. Somos los descualquierizadores que no quieren saber que hicieron. Somos testigos de nuestro propio juego.
19. No somos el único universo, hola, soy humano, y tú ¿quién eres?
20. ¿Defendernos de qué? Lo de afuera, y ¿qué hay afuera? Nosotros, ¿Y adentro? Nosotros. ¿Y entonces? Ni idea.
21. Soy el universo humano y todo lo que hay en mi es dicho y hecho. SOY, decir y hacer mi sello. Mi nombre es humano digo y hago.
22. Todo lo que es puede ser, implicando el inverso, no ser. La nada implica al es, y el es implica a la nada.
23. Somos, estamos siendo, somos testigos, la novia, el padre y los invitados a cual-quiero novio estamos esperando? Estamos listos, ya jugamos, ¿qué sigue? Ya sabemos que no importa el tiempo más de lo que importamos nosotros.
24. ¿Y si vamos a la guerra, y si nuestra arma es decir y hacer y con eso descualquierizamos? ¿Nos volveremos a perseguir la cola?
25. Estamos y seguimos siendo, bailamos, cantamos, hacemos, decimos. Ya nos conocemos, no había nada por conocer.
26. ¿Para dónde seguimos? No hay dónde en todos los cuándos, ya sabemos, somos maestros de la palabra… y hacemos.
27. Hacemos, decimos, cualificamos, queremos, somos cualquiera.
28. Somos todo lo de adentro, abarcamos todo lo de afuera, ¿hay algún cualquiera diferente a lo qué es?
29. La humanidad es un niño que sabe decir, hacer y cualquerer porque aprendió no sabiendo. ¿Hay otro niño?
30. Somos el escritor que se escribe, ¿hay algún otro que nos quiera leer?
31. Todo esto ya se dijo y se refutó y se volvió a decir.

Adjunto un autorretrato jajaja

Esto aparte:
1. La publicidad es pura magia, siempre enfocada a tu niño, tu niño no sabe nada pero quiero todo lo hiper mega super grande.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Cuento incompleto con final de rendición.

Los ruidos extraños en el patio común eran algo cotidiano en el condominio. Los niños no se atrevían a traspasar las puertas por el sin número de pequeñas leyendas que se habían forjado en torno a los sucesos. Eran duendes y fantasmas, almas en pena, brujas cazando ratones para sus conjuros, el loco de la ciudad destajando gatos, las cocineras de la escuela buscando ingredientes entre los nidos de cucarachas, tesoros enterrados, el espíritu de un cacique que había muerto hace nosequecientos años. En todo caso, el patio, antes recinto sagrado de juegos y espectáculos diversos, era ahora lugar desierto, cuna de terrores que hasta a los adultos espantaban. Todos los días a eso de las 11:11 pm los más pequeños se encontraban en sus respectivas camas bajo sus pesadas cobijas, sin atreverse a mover un pelo ni a espiar por ninguna rendija que permitiera al amenazador espacio exterior entrar a +`¡¡¡¡¡¡¡bien construidas burbujas-fortalezas personales. No dejaban ni un solo pedazo de su cuerpo fuera. Por su parte los adultos dejaban las luces encendidas.
No pasaba noche en la que los ruidos como de ballenas ancladas interrumpieran al unísono toda la madeja de pensamientos que se entretejían en el edificio.
Empezaron un 23 de Abril, y en Agosto ya se habían creado comisiones vecinales de todo tipo para investigarlos, incluso se había dispuesto una brigada antisonido después de las 23:00 horas, con castigos que incluían el aseo de todas las escaleras, que no eran pocas, o la elaboración de canciones para los asensores.
La patrulla estaba conformada casi en su totalidad por la familia Matamoros, el señor Matamoros, antiguo coronel del ejército, la presidía, todos los días a las 22:30 apagaban las luces de las áreas comunes, salían con linternas y pitos a recorrer la vecindad, y al día siguiente exponían en una cartelera los nombres de aquellos vecinos que se encontraran afuera a esas horas como posibles responsables. El patio común era su base de operaciones, allí  se sentaban junto a la parrilla y esperaban atentos. Se había establecido que cada una de las 5 puertas que daba al patio central debía estar vigilada por al menos 2 personas, con cámaras fotográficas y palos. En la puerta principal la señora Efrigenia de Matamoros, con su hija mayor, Efrigensita, se acomodaban en sendos sillines de cuero que habían mandado hacer en París justamente para cumplir con tan importante responsabilidad encargada por la junta de copropietarios, también habían hecho bajar dos televisores para no perder de vista sus novelas preferidas mientras por el rabillo del ojo vigilaban. En la siguiente puerta, el menor de los Matamoros, Efraín, junto con su mejor amigo había armado una tienda de campaña con redes y rifles de copa en la entrada, prestos a ser utilizados. Los demás barones Matamoros, presas de los típicos comportamientos de adolescentes, se encargaban de sus respectivas puertas con desgano y apatía, esperando poder volver a sus casas lo más pronto posible. Tras dos semanas de operación de esta intrincada patrulla nocturna, los Matamoros habían identificado a 43 posibles sospechosos, cada uno perteneciente a 43 casas distintas, habían tomado fotos de cada uno de ellos en diversas actividades después de las 22:30, unos paseaban los perros misteriosamente, otros sacaban la basura, los más jóvenes andaban con sus parejas escondiéndose en los recovecos y un largo etcétera. El caso es que aún con la patrulla nocturna y sus investigaciones, los ruidos no cesaban.
En la junta de copropietarios del 19 de Septiembre se acordó impedir la salida o entrada a cada una de las 43 casas después de las 22:00, y establecer una brigada permanente de vigilancia de los 43 sospechosos, estos por su parte, cada uno convencido de que seguramente el culpable era alguno de los otros 42 se acogieron sin chistar a las desmesuradas medidas.  La primera semana en que se aplicó el correctivo, los molestos sonidos dejaron de escucharse, por lo que se tuvo a bien mantenerlo por al menos otras dos semanas. Lastimosamente al culmen de la primera, los ruidos regresaron.
En una reunión extraordinaria de inquilinos se dispuso ordenar la expulsión de los 23 vecinos que según las brigadas de vigilancia seguían manteniendo comportamientos sospechosos y continuar con lo que había funcionado bien hasta ese momento.
Ni las brigadas, ni las patrullas, ni los castigos impidieron que justo a esa hora se produjera algún ruido extraño que alertara a la mayoría de los vecinos.

Debido a que ninguna de las medidas adoptadas ofreció una solución definitiva, los vecinos optaron por acostumbrarse a los ruidos extraños y se empeñaron en disfrazarlos.

 Los televisores se ponían a todo volumen, los adultos simulaban conversaciones escandalosas para distraerse a ellos mismos y en general todas las casas hacían un minicarnaval a las 11:11 que coincidía en un gran bullicio programado todos los días a esa hora en esa esquina de la ciudad.
El condominio colindaba con otros 4 edificios en una manzana céntrica de la ciudad, los vecinos ya se habían acostumbrado al ruido programado y luego de 3 meses dejaron de llamar a la policía. Igual, los guardianes de la ley lo único que podían hacer era hacerles un llamado de atención y citar a cada uno de los inquilinos para dar las respectivas declaraciones en la comisaría, lo que tomaba exactamente 23 días laborales hábiles  y 79 expedientes. Claro que en cada uno de esos archivos se podían encontrar las historias más absurdas para encubrir el asunto, la mayoría por supuesto le echaba la culpa a los de al lado. Entre las declaraciones más extrañas se encontraba la de la familia Páez, el señor Páez, dijo, bajo gravedad de juramento que hacían ruído justo a esa hora porque de esa manera ahuyentaban a los ladrones. Cuando se le preguntó por los objetos robados, dijo que todos los números de su casa habían desaparecido una noche en la que habían apagado el equipo de sonido justo a esa hora, ni los teléfonos, ni las calculadoras,ni los controles remotos, ni los computadores quedaban con teclas numéricas; incluso los de la puerta de la casa se habían perdido. El testimonio de la familia casas, por otro lado, daba cuenta de un misterioso fenómeno que acontecía cuando dejaban de sonar las cacerolas justo a la hora indicada, las sillas cambiaban de lugar en el apartamento. La familia Valenzuela lo hacía porque le parecía una bonita tradición que valía la pena mantener. El señor Barragán, muy devoto de los santos de los últimos días, confesaba que cantaba con su megáfono para celebrar la aparición de Jesús en la arboleda de su casa, que se había producido justamente un 23 de Abril  a esa hora, como constancia de la aparición dejaba fotos y testimonios de sus compañeros mormones. El programa favorito de televisión de los García empezaba justo a esa hora y como eran medio sordos tenían que subir mucho el volumen, o al menos así constaba en el testimonio judicial.

Nunca nadie supo cómo comenzaron los ruídos extraños, pero esa ciudad se convirtió en el único lugar del planeta en dónde hacían carnaval no en una fecha específica cada año, sino en una hora específica todos los días.

Aguacero.

No.

Si.

No... si.

Tal vez..

Indecisión, bocanadas de luz.

Decepción, esperanza, quizás, tal véz, no se. ¿Será?

Ya es, aceptación, rechazo, no puedo esperar más. Ardor. No se si lo quiero ahora, si lo querré después. Ahora un noseque escapa a mis palabras, no se deja encarcelar en mis definiciones, en los límites de mis espacios, ajeno a mi. Retumba, eco. Será, tal vez, no se, avalancha, desesperación, certeza de lejanía, no es tal vez, lo se. Amor, bum. Estalla, cae, desaparece, miedo a la soledad, miedo a estar acompañado. Terror, función maquinal para destripar vísceras.

Espera, esperanza, fuego, lluvia... quizás, tal vez, no se.

Esperar esperanza.

Espera.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Juego.

Mi generación no habla de si misma, no conoce gregarismos y ha estado acá desde el origen de los tiempos.  Mi generación odia que la llame mi generación e incluso escapa de cualquier agrupamiento temporal, huye de los paréntesis y de las fechas consentidas. Mi generación no tiene un año específico, no busca salvar el mundo ni arrreglar lo que los de antes o después nos dejaron. No quiere rehacer nada, nisiquiera busca impedir que se termine de dañar algo.
Mi generación no es mi generación, está ansiosa por ver al mundo acabar, desconfía de revelaciones y finales, está ausente de peleas ideológicas y de batallas por libertades. Mi generación entiende que lo que es debe ser, desconoce el bien y el mal, huye de puntos finales y verdades últimas.
Mi generación no busca ninguna salvación, no le interesa iluminarse, ni encontrarse, ni entenderse... mi generación huye de las palabras, se esconde de las perras negras que la limitan, mi generación es asesina, benévola y hambrienta, rica, opulenta y superficial, mi generación no es nunca la misma. Mi generación cambia a cada segundo y se traga el tiempo, porque mi generación ha estado acá siempre.
Mi generación es la generación a la que no importa nada, aquella que vive porque está viva, aquella que siente porque puede sentir y aquella que odia encerrarse en abstracciones.  Mi generación construye castillos en el aire por el solo placer de verlos caer. Mi generación es la generación que juega, que ha jugado y que seguirá jugando.

viernes, 27 de julio de 2012

Cura para el insomnio.

De repente le asaltaban los recuerdos y todas las calles se oscurecían, las ventanas se cerraban y el ruido desaparecía.
Había sido muy difícil para Julián superar aquella noche, y todavía no había aprendido a vivir con los flashbacks que lo atormentaban en el lugar y el momento menos esperado.
La noche aquella del suceso traumático, Julián salió a pasear su perro, tenía insomnio desde hacía dos semanas y trataba de evitar a toda costa tener que enfrentarse al continuo trasegar de un lado de la cama al otro, su perro era víctima de su desespero, queriendo o no le tocaba acostumbrarse a un paseo a incómodas horas de la madrugada en el que ni ganas de cagar sentía.
Eran más o menos las 3 de la mañana y ambos estaban sentados en una de las bancas de un parque bajo una lámpara titilante, el frío preparador del rocío se filtraba por las aberturas del pijama de lana y al respirar un vaho visible elevaba una bruma fantasmal desde sus narices.
Un aullido en la lejanía despertó los ladridos del compañero canino, ladridos que se convirtieron en llanto y en un impulso irrefrenable de huir. Julián, extrañado por el comportamiento de su perro, más no asustado se quedó divisando el paisaje espectral que se iluminaba y apagaba con la lámpara, unos árboles en la lejanía que se confundían con el negro horizonte, detrás de las casas de ventanas cerradas, unos pequeños arbustos que parecían dormir a lo largo del sendero, una mariposa nocturna gigante y con ojos saltones que se posó sobre la banca justo a su lado, otra mariposa gigante y peluda encima de los arbustos, otra mariposa de pesado vuelo que cruzó su campo de visión y de la nada un ejército de mariposas oscuras con ojos brillantes que parecían mover el aire bajo sus cargadas alas, un torbellino de olores putrefactos bajo sus extremidades velludas.
Centenares de asquerosas figuras voladoras con antenas gruesas que desfilaban frente a sus ojos cargando sobre si el cadáver de un ciervo de cuernos gigantes.
Una imagen que impedía el movimiento y la sensación repentina de ser observado por miles de ojos de mariposas asesinas con la certeza de no poder contarlo jamás.
Una sombra impenetrable que se extendía desde las raíces de los árboles lejanos y el sonido de cuernos rastrillando el suelo junto con el aleteo sincronizado de las alas aterciopeladas que empezaban a rodearlo  hizo caer en cuanta a Julián que ya no tenía salvación. Rezar era inservible, esas criaturas no venían del mismo dios. Con lágrimas brotando de sus ojos y un grito apagado en la garganta se rindió a la muerte más extraña que jamás pudo haber imaginado, iba a ser devorado por mariposas.
Un ladrido tímido acercándose, y un aleteo conjunto cambiando de dirección, un ladrido más fuerte y cercano, un chasquido de dientes rasgando un pesado terciopelo volador y de repente el instinto de autoconservación y la adrenalina invadiendo sus venas. Una carrera hasta su apartamento y la sensación de que todo había sido un mal sueño.
Nunca volvió a ver a su perro, los días siguiente durmió como bebé.

martes, 24 de abril de 2012

EL CONDE DE SAINT-GERMAIN A bordo del Prince of Wales, 15 febrero


EL CONDE DE SAINT-GERMAIN
A bordo del Prince of Wales, 15 febrero
He conocido estos días al famoso conde de  Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de
mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez. No parece tener más
de cincuenta años.
En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me
hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me
saludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de
Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos.
Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazine, un artículo sobre el conde «inmortal» y no
fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darse cuenta de que yo conocía
algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.
—No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes. Soy aquel mismo, si se digna creerme,
que fue conocido con el nombre de conde de Saint-Germain, en el siglo XVII. Habrá leído que
algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckendoerde. en el ducado de
Echleswig. Pero existen documentos que prueban  que fui recibido en 1786  por el emperador de
Rusia. La condesa de Adhemar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos. En
1821 tuve una larga conversación con el conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia.
Un inglés, Vandam, me conoció en 1847. En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant.
Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conociendo el carácter de esa buena
señora, conseguí evitarla. Encontré algunos años  después a Mr. Leadbeater, que hizo de mí una
descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel. He querido volver a ver, después de
unos sesenta años de ausencia,  la vieja Europa: ahora regreso  a la India, donde se hallan mis
mejores amigos. En la Europa de hoy, desangrada por la guerra y alocada en pos de las máquinas,
no hay nada que hacer.
—Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un centenario en 1784,
en la época de su presunta muerte.
El conde sonrió dulcemente.
—Los hombres —respondió— son demasiado desmemoriados o demasiado niños para
orientarse en la cronología. Un centenario, para ellos, es un prodigio, un portento. En la antigüedad,
e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa
ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de  estas verdades es «que no todos los hombres son
mortales». La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue
viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este punto  de vista, en dos clases: la
inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los «desaparecidos». Yo
pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios.
—¿Es usted, pues, inmortal?
—No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones
saben desde hace miles de años que los hombres son inmortales, es decir, que comienzan una
segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de ésos está reservada una vida terrestre
tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos nacido
en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto
o más tarde. morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se
mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para
quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.
—Ha hecho usted alusión a una aristocracia de inmortales. ¿No es usted, pues, el único que
goza de este privilegio?

—Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas
afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de
que algunos hombres no han muerto, sino que han sido «arrebatados», esto es, desaparecen sin que
se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han
adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán
el Unterberg cerca de Salisburgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido,
Carlomagno; el Kyffháuser, donde se ha refugiado, esperando,  Federico Barbarroja; y el
Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el Asesino. En la India le dirán que Nana Sahib, el
jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en
el Himalaya. Los antiguos hebreos sabían que al  patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los
babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno
reapareciese en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los
cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos saben que los británicos no
creyeron nunca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de
Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni
los servios en la de Kraljevic Marco.
»Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los
mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.
»Una interpretación plausible de ciertos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de
cristianos que san Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famoso
Lavater estaba seguro de haberle encontrado en Copenhague. Pero bastaría el ejemplo clásico del
Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diversos
países y en diversos siglos y  que cuenta actualmente más de mil novecientos años. Todas estas
tradiciones, independientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o
al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el
curso ordinario de la vida. Y  yo, que soy uno de éstos, puedo afirmar con autoridad que esta
creencia responde a la verdad. Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida
se haría imposible. Pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en
cierto modo, los notarios estables de lo transitorio.
—¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmortal?
—No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice
que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardeado nunca
de cosas que no son verdad. Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad.
Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y llegué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal
Colón. Pero no puedo, ahora, contarle mi vida. El único siglo en que frecuenté más a los hombres
fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo. Pero ordinariamente vivo en la soledad y
no me gusta hablar de mí. He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi
curiosidad, en modo especial, no le ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he
podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y
Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los
grandes hombres. Pero estas ventajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un
tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no
enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; los acontecimientos
no se repiten. pero se parecen; lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para
aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted,
ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tierra
ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las
palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: «El hombre no me causa ningún
placer, no, y la mujer mucho menos.»

El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por
momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el
cielo estrellado.
—Dispénseme —dijo finalmente— si mis discursos le han aburrido. Los viejos, cuando
comienzan a hablar, son insoportables.
Hasta Bombay, el conde de Saint-Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que
intenté varias veces entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y
le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.


miércoles, 21 de marzo de 2012

Nadie en el espejo.



Un hombre despertó un día, acalorado, empujó sus cobijas fuera de la cama y se puso en pie. Abrió la ventana, se resintió por el sol que golpeaba de frente sus ojos y murió. No es una historia con mucho bagaje, y tal vez no sea interesante, pero la humanidad entera perdió ese día, todos murieron con el hombre de la ventana.
Cayó en el piso, a kilómetros de distancia del más cercano oído atento. No hubo gritos, ni precuelas, no hubo un aviso, no hubo enfermedad o dolor, tan sólo no hubo más. El último suspiro fue cómo todos los anteriores, luego los pulmones se apagaron y el corazón se aburrió de seguir bombeando sangre sucia. El cerebro, un poco aperezado, siguió mandando aquí y allá neurotransmisores y mensajes a todo el cuerpo, luego pareció entender que era mejor jubilarse temprano igual que sus compañeros órganos, no tuvo intención de despertarlos. El hombre comprendió , no pidió a su corazón latir de nuevo, ni a su cerebro enhebrar los pensamientos difusos, tampoco quiso hacer gesto alguno, no vio un túnel, ni la dama oscura llegar por la espalda, no vio más, no sintió más, no olió más.
En el mismo segundo, un hombre parado en la ventana a kilómetros de un oído atento, vio con resignación y hastío, cómo su cara no se reflejaba más en el vidrio.

lunes, 12 de marzo de 2012

Sol

Me convierto en odre seco con el veneno sibilino de esa garganta podrida que me consume en su asqueroso gorjeo. Mil maldiciones no bastan para arrancarme las infinitas raíces encarnadas del pútrido aliento que envaina mi espada y dobla mi rodilla. Nombrarle es la trompeta de mi infierno, a marcha lenta supuran mis poros las odios milenarios del único desdichado.
Fuego, desierto, espina, sequedad, ardor que arde, sed de aire en el segundo agónico, sol de medio día sin nubes. ¿En dónde me escondo? a este desierto de espinas lo dejé sin techo, a merced de un clima caprichoso.
Piadoso eclipse. ¡Por favor!