lunes, 25 de febrero de 2013

El Gallinazo.


Lo llamaban El Gallinazo, nadie sabía de dónde venía ni en qué momento había llegado, tampoco sabía nadie por qué el aire se llenaba de putrefacción apenas alguien mencionaba su nombre. El barrio había empezado a marchitarse apenas se empezaron a escuchar rumores sobre su llegada. Los árboles de los parques se empezaron a pudrir, los pájaros dejaron de cantar, el aire olía feo y el agua sabía mal apenas alguien decía "El Gallinazo". Nadie sabía cómo era, pero se decía en los callejones que era el algo más feo que jamás había visto nadie.  No tenía ojos, y todo su cuerpo eran garras.
Se decía que dónde El Gallinazo ponía sus garras nada volvía a crecer.
El Gallinazo se fue apoderando silenciosamente y poco a poco de las casas abandonadas del barrio, sin que nadie se diera cuenta, se fue metiendo de a poquitos en la realidad de todos los vecinos, haciéndose uno de ellos; no tenía papá ni mamá, era tan malo que lo habían condenado ya a morir siete mil veces en la silla eléctrica, lo habían mandado decapitar en todas las plazas, lo habían perseguido por pantanos y alcantarillas con perros de caza, pero su olor era tan insoportable que cuando se acercaban lo suficiente los perros morían.
El Gallinazo atacaba siempre de noche mientras todos dormían, y se sentía bien cuando hacía mal. En él, el bien y el mal estaban al revés.
Era un loco, un sicario con balas y muerte siempre al lado.
Cuando El Gallinazo se hizo con el control de todo el barrio, se convirtió en el criminal más odiado, y más buscado de todo el mundo, no había un solo ser que no lo quisiera ver muerto, y a él no le importaba porque era malo con ganas.
Hasta que un día El Gallinazo se aburrió porque no había un bueno tan bueno que pudiera contrarrestar su maldad. No había policías tan buenos para lo tan malo que era él. Por eso dejó de jugar, se murió un rato, mientras pensaba en que realidad meterse para ser lo más asquerosamente inesperado.