Carlo era un huérfano de guerra, la cara visible de un pasado que era recordado todos los 7 de mayo en una ceremonia fundida en la costumbre. Ya pocos hablaban de los demás, de esos perdidos, la rutina se tragaba los pesares, y la resignación caía como un manto de sueño, un bálsamo engañoso que cegaba. Pero los demás seguían gritando desde las fronteras, los demás vivían en las voces de sus hijos, en las almas que se empeñaban en sangrar con dolor los recuerdos, en no dejar vivencias encerradas en memorias. Habían los que rescataban la vigencia de las luchas, los que con indignación sacudían las masas... habían los locos que eran pocas veces escuchados, habían, pero habían cada vez menos, el dolor que en ellos estaba, alimentaba el cáncer que a muchos callaba, al menos para los oidos que no escuchan y los ojos que no ven, los oidos y los ojos para los que el tiempo es.
Se apagaban las luces, se callaban los cantos, se dormían los hombres en el soma del tiempo.
Carlo era el ojo de fuego, el que no puede dormir, el despierto aquel en el que el ayer no es.
Estelas en la mar dejaba la luz en el mundo de sombras, eterna luz condenada a arder, sin querer fulgurar en otro lugar, queriendo a veces no tener que estar, tan solo ser.
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