Yo solía construir torres muy altas con las cartas del destino. A medida que avanzaba el tiempo empezaba a añadir más y más pisos, alejándome cada vez más de la tierra.
De vez en vez bajaba de mis alturas y caminaba por las calles como una persona normal, no hacía alarde de mi profesión mágica ni de mis habilidades para la construcción de sueños.
Un día mientras descansaba, encontré otro mago, el más hermoso que jamás había visto, vestía una armadura que brillaba con el sol y con la luna, y su sonrisa tenía el poder de doblegar voluntades.
Él solía vivir en una humilde vasija de barro, y se retiraba allí en las noches de luna nueva para recargar energías y conectarse con la fuente de su magia.
Cuando lo vi, mi corazón de mago golpeó con tal intensidad que supe de inmediato que en la próxima luna nueva su lugar de descanso debía ser la habitación de mi torre, quería impresionarlo con la vista y el aire de las alturas.
Con el fin de alcanzar mi objetivo me acerqué al mago de la inigualable armadura, y con un par de conjuros rápidos le mostré mi interés en acompañarlo un rato en el camino. Supuse que era uno de esos guerreros que peleaban con bestias y dragones en los calabozos de los días. Preparé cremas y ungüentos para limpiar sus heridas, pero olvidé, tal vez por ese exceso de confianza que produce la belleza, el activar adecuadamente mis círculos de protección, por lo que accidentalmente caí en el embrujo de su sonrisa y en el hechizo de sus ojos. Desde entonces sus ojos fueron para mí dos lunas menguantes que serenaban mis noches tormentosas y su sonrisa el norte al cual apuntaba la brújula de mi corazón.
El mago compartió conmigo algunos de sus días, gozamos del polvo del mismo camino y de algunas batallas de luna llena, cruzamos montañas y peregrinamos al santuario del extenso azul. La mar se alegró tanto al vernos , que la noche que llegamos se metió en la habitación y nos inundó de agua salada, y nos enseñó una lección que quedó grabada en mi corazón: el agua en los ojos hace las cosas más grandes o más chicas de lo que en verdad son.
Ambos fuimos testigos de un amanecer rojo lleno de presagios y nos preparamos para pasar la luna nueva en mi torre. Para hacer la estancia más cómoda el mago subió junto con su vasija de barro, y en la primera noche, me reveló un secreto: su armadura también era de barro. Mientras me asombraba y me deleitaba en tal confesión, no me percaté de la torre que empezaba a ceder con el peso del barro, y poco tiempo tuve para advertir el inminente derrumbe de mi construcción más alta.
Nos encontramos de nuevo en el suelo, él sin su armadura y yo sin mi torre, en ese momento él decidió recoger el barro y volverlo a encantar con su magia para recorrer otros caminos; yo por mi parte me dediqué a recoger los escombros y abandoné para siempre la empresa de hacer torres en el aire; me di cuenta que se convertían en mi propia cárcel. Desde entonces aprendí a mantener los pies en la tierra y a nutrirme de ella, afiné la brújula de mi corazón y la apunté al amor, el único norte hacia el cual quiero caminar.
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