Después de una noche terrible, como todas las noches de esa última semana de invierno, el conde de nada, de nobleza inexistente se levantó dispuesto a morir, no quería seguir viviendo si no podía conciliar el sueño; el mundo se le hacía un pedazo de mierda maloliente que le atravesaba la garganta con cada fluctuación de la realidad que en esa eterna vigilia le hacía sospechar que todo no era más que una pesadilla, muy mal ambientada por un mal escritor inconsciente.
Aquejado por los más diversos dolores, desfasado, ajeno al tiempo, incómodo en el cuerpo mismo que se le hacía de otro, se sentó a mirar el amanecer por la ventana del castillo que de castillo no tenía nada, ni muros, ni puertas ni ventanas, excepto un techo exquisitamente decorado con los colores más ácidos que a un pintor drogado se le puedan ocurrir. El sol tardó más de dos días en salir, aunque no se notó porque los gallos no cantaron y cuando por fin lo hizo, su luz era tan pálida que apenas se atrevía la vista a mirarlo con pena; el conde entonces estiró sus patas y pegó un salto fuera del castillo hasta los muros exteriores de la ciudad, y luego saltó a los confines de la ciudad vecina, buscando algún interruptor que permitiera aumentar el brillo o el color del día, cuando lo encontró le tocó volver a cablear todo porque ni para arriba, ni para abajo, ni para la derecha ni para la izquierda parecía acomodarse bien a la vista la luminaria central del sistema soñar. Con su lengua bífida se acicaló el pelaje mientras con gran dolor desenrrollaba sus laminosas y transparentes alas para hacerse el desayuno, sin penas ni glorias, después de haber comido sus ganas de volar le dio por cantar una nana para ver si así, de día se atrevía por fin a conciliar el sueño. La nana resultó ser una canción de batalla que animó a los ciudadanos que lo escucharon a alzarse en armas contra el déspota tirano que los gobernaba, y tras dos siglos de cantarla, se encontró el conde petrificado en una estatua, rodeado de flores y honores de un pueblo agradecido. Sacudiéndose el polvo y todavía sin poder dormir, el hambriento conde vistió de harapos su glorioso cuerpo deshecho y sin gloria, y se marchó al desierto, allí en ese reseco laberinto de muros abiertos se construyó un iglu de arena con un hueco en el techo desde donde quiso cartografiar las nubes del cielo para ayudar a los sedientos caminantes a encontrar la ruta a los verdes pastos de alguna granja lechera, sin éxito, pues resultó que las nubes no eran lo suficientemente estables para aguardar la pluma del científico conde que nunca pisó una academia ni leyó un libro. Al llegar la hora del almuerzo derritió la arena y se preparó un helado aprovechando que nadie estaba a su alrededor para decirle que eso era absurdamente imposible. El sabor era un poco violento, como a sangre fría con azúcar y limón, aún así lo deglutió sin aspavientos y apenas dejó que le tocara la lengua, acaso para salvar las papilas gustativas de un suicidio en masa. Desesperado y desorientado invocó a un genio para que le diera una respuesta a su padecimiento, con tan mala suerte que el genio no tenía muy buen humor y le recetó acetaminofén.
Con sus fuertes manos se arrancó la cabeza y la aventó fuerte hacia las colinas donde le habían dicho se encontraba el oráculo de algún lado, y una vez allí, en 1/5 de su cuerpo original se embriagó son los inciensos del adivino mientras este le contaba que su insomnio se debía a que alguien estaba soñando con él. Advertido por las evidencias, sin cuerpo para transportarse, traspasó su conciencia al viento, y se fue volando a averiguar que imbécil en coma lo había estado soñando por tanto tiempo, barrió hospitales y centros de rehabilitación con tornados y desapareció a todo aquél que encontró durmiendo, destruyó cada organismo con capacidad de soñar hasta que toda la existencia se resumió en la suya.
Al final era él todo lo que había y todo lo que había era él, era él el culpable de soñar su insomnio, y en el descubrimiento de esta última verdad, fue incapaz de despertarse a si mismo.
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