miércoles, 21 de marzo de 2012

Nadie en el espejo.



Un hombre despertó un día, acalorado, empujó sus cobijas fuera de la cama y se puso en pie. Abrió la ventana, se resintió por el sol que golpeaba de frente sus ojos y murió. No es una historia con mucho bagaje, y tal vez no sea interesante, pero la humanidad entera perdió ese día, todos murieron con el hombre de la ventana.
Cayó en el piso, a kilómetros de distancia del más cercano oído atento. No hubo gritos, ni precuelas, no hubo un aviso, no hubo enfermedad o dolor, tan sólo no hubo más. El último suspiro fue cómo todos los anteriores, luego los pulmones se apagaron y el corazón se aburrió de seguir bombeando sangre sucia. El cerebro, un poco aperezado, siguió mandando aquí y allá neurotransmisores y mensajes a todo el cuerpo, luego pareció entender que era mejor jubilarse temprano igual que sus compañeros órganos, no tuvo intención de despertarlos. El hombre comprendió , no pidió a su corazón latir de nuevo, ni a su cerebro enhebrar los pensamientos difusos, tampoco quiso hacer gesto alguno, no vio un túnel, ni la dama oscura llegar por la espalda, no vio más, no sintió más, no olió más.
En el mismo segundo, un hombre parado en la ventana a kilómetros de un oído atento, vio con resignación y hastío, cómo su cara no se reflejaba más en el vidrio.

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