Es de noche mientras camino cuando me asaltan estos pensamientos metafísicos, de cuyo alcance y pureza me permito dudar, teniendo en cuenta mi poca formación en la materia, pero que a veces tomo como algo más que desvaríos de una mente joven y desocupada.
Los 16° centigrados, que son propiedad inmanente de las noches de mi pueblo, son el caldo de cultivo adecuado para los pasos rápidos y las cavilaciones calmas, mientras camino me gusta sentir el contacto de la suela de mis zapatos con el concreto de las aceras, y extrapolar esa sensación a un sin número de abstracciones sobre lo real, esa pregunta que me duele continuamente y cuya herida es la única que muestro a mis congéneres, no para despertar lástima, sino para averiguar si ellos también la llevan.
Las aceras de concreto son el límite de mi realidad, aquello que me sostiene, lo más duro que puedo tocar, la cárcel de la que no puedo escapar, una costra más sólida que la propia tierra sobre la que se apoyan. Supongo que cuando la invención humana derivó en la construcción de aceras, pocos se percataron de la raíz malograda de esa necesidad impuesta y de las consecuencias inevitables que tendría un hecho tan simple sobre la creación continua del mundo que llamamos real.
Supongo que es obvio, que en la medida en que las alas de nuestra mente empezaron a tantear el aire con más confianza y el edificio de conocimientos sobre nosotros y lo que sea que hay allá afuera de nosotros comenzó a ganar altura, se hizo necesario endurecer las bases epistemológicas y al mismo tiempo endurecer las calles sobre las que transitaban los cuerpos que albergaban las nuevas mentes.
De alguna forma si nos hubiéramos quedado con la versión de nuestras calles llenas de polvo y piedra, los vehículos motorizados perderían en eficiencia, y la velocidad a la que surfeamos la información se vería comprometida, digo esto sólo por esa extraña intuición que me ha acompañado en algunos ocasiones de que todo está conectado.
Tal vez a medida que se resuelva el problema de transporte, y se eliminen por fin los embotellamientos en las ciudades, el conocimiento fluya con mayor rapidez a aquellos a los que todavía elude. Pero bueno, me desvío, en mi pueblo no se ven muchos trancones y menos a las 9 p.m. que es justo este momento. Que extraño bautizar este ahora con un número, pero imagino que como todo también tiene su lógica profunda y sagrada.
La luz amarilla de las lámparas del alumbrado público, cuyo funcionamiento desconozco pero no atribuyo a la magia, o al azar, es extrañamente inspiradora, y siempre me deja una sensación de seguridad y protección, aunque a la hora de revisar las evidencias, no es que me hayan ayudado mucho en los atracos que he sufrido. Pero bueno, todo son gajes del oficio de estar vivos, y mucho más los coqueteos de la muerte que se insinúa en cada esquina, con cada adolescente ebrio de dinero y con problemas de conducta.
Cada paso me lleva más cerca de mi casa, y entre más gente y más ruido, más difícil me es concentrarme en los pensamientos extraños que susurran mis pies, por lo que simplemente me dedico a observar y me pregunto si eso no es justo un reflejo fiel de mi situación actual, mucho ruido, mucha furia y confusión. Al frente de una de las casas un celador me ve, y eso me obliga a percatarme de mi mirada, me incomoda tener que cambiarla de lugar y no saber en dónde ponerla. Me molesta tener que alterar la inercia de mi voluntad debido a la fuerza de un desconocido, eso para mi es la definición de violencia. Ese anciano es violento conmigo porque me mira y eso me hace pensar que al observarme también alberga ideas sobre mí, imagina quién soy y para dónde voy.
Lo dejo atrás y a lo lejos diviso otros caminantes que se apresuran a llegar a su destino, igual que yo, siempre ha sido difícil para mi caminar lento, mi paso natural es rápido, y tal vez por eso me pierdo los detalles y sólo veo la versión general de las cosas; eso también se aplica a la forma en la que vivo y creo, no me gusta centrarme mucho en un sólo elemento, prefiero ver cómo ese elemento encaja en el gran entramado, que papel juega en el todo. Supongo que esto también se encuentra en este escrito, en muchos de los instantes que he descrito pude haber usado más palabras; pero no es útil preguntarse por lo que pudo haber sido. Avanzo.
Antes de llegar a mi casa, justo en la esquina, hay un señor que vende comida rápida, es alguien a quién veo a menudo y que nunca saludo, situación que me parece extraña, pero que me empeño en mantener por costumbre. Con él trabaja un tipo de mi edad, pero mucho más grande, lindo y corpulento; pero idiota; supongo que es el precio que tuvo que pagar por su belleza.
Llego a mi casa y saludo a mi gata, en ella está condensado todo lo que me gusta de esta realidad, todas mis emociones positivas se vuelvan en las caricias, los maullidos y los ronroneos. Subo a mi pieza y por alguna razón de esas que no entiendo, un impulso irrefrenable, una intuición extraña, cambio de lugar mi cama y todos los muebles.
Este era mi destino hoy, a este lugar tenía que llegar para darme cuenta de que para dormir, nosotros la clase media del siglo XXI usamos un colchón, una superficie blanda. Todavía no nos atrevemos a construir nuestra realidad en los sueños, todavía tenemos en las noches una posibilidad de contacto con lo más natural, blando e ilimitado. Todavía no somos capaces de ponerle barreras a lo que soñamos, y nos permitirnos hundirnos en las imágenes que nos anteceden y nos suceden sin necesidad de poner orden y fronteras a la experiencia onírica.
Es un tanto liberador saber que los edificios que construyo en sueños no necesitan costras de cemento para mantenerse en pie, y que los hago sobre almohadas de plumas, por lo que al caer no se van a hacer daño.
Para soñar no necesito aceras, el límite de mis sueños es una almohada suave, una frontera deformable, que se adapta a la posición que quiera y que además es cómoda. Supongo que ese es entonces mi destino. Mi meta es llegar a convertir los límites de mi realidad en almohadas, dejar de buscar cimientos seguros, creencias sobre las que apostar mis conocimientos para cambiarlos por delirios sin finalidad pero con mucho contenido.
Después de la furia y el ruido muchos mundos sin tiempo ni espacio definido, creaciones vaporosas de duración inaprensible. Supongo entonces que después de hoy, 9 p.m. debo llegar a algo parecido.
Cada paso me lleva más cerca de mi casa, y entre más gente y más ruido, más difícil me es concentrarme en los pensamientos extraños que susurran mis pies, por lo que simplemente me dedico a observar y me pregunto si eso no es justo un reflejo fiel de mi situación actual, mucho ruido, mucha furia y confusión. Al frente de una de las casas un celador me ve, y eso me obliga a percatarme de mi mirada, me incomoda tener que cambiarla de lugar y no saber en dónde ponerla. Me molesta tener que alterar la inercia de mi voluntad debido a la fuerza de un desconocido, eso para mi es la definición de violencia. Ese anciano es violento conmigo porque me mira y eso me hace pensar que al observarme también alberga ideas sobre mí, imagina quién soy y para dónde voy.
Lo dejo atrás y a lo lejos diviso otros caminantes que se apresuran a llegar a su destino, igual que yo, siempre ha sido difícil para mi caminar lento, mi paso natural es rápido, y tal vez por eso me pierdo los detalles y sólo veo la versión general de las cosas; eso también se aplica a la forma en la que vivo y creo, no me gusta centrarme mucho en un sólo elemento, prefiero ver cómo ese elemento encaja en el gran entramado, que papel juega en el todo. Supongo que esto también se encuentra en este escrito, en muchos de los instantes que he descrito pude haber usado más palabras; pero no es útil preguntarse por lo que pudo haber sido. Avanzo.
Antes de llegar a mi casa, justo en la esquina, hay un señor que vende comida rápida, es alguien a quién veo a menudo y que nunca saludo, situación que me parece extraña, pero que me empeño en mantener por costumbre. Con él trabaja un tipo de mi edad, pero mucho más grande, lindo y corpulento; pero idiota; supongo que es el precio que tuvo que pagar por su belleza.
Llego a mi casa y saludo a mi gata, en ella está condensado todo lo que me gusta de esta realidad, todas mis emociones positivas se vuelvan en las caricias, los maullidos y los ronroneos. Subo a mi pieza y por alguna razón de esas que no entiendo, un impulso irrefrenable, una intuición extraña, cambio de lugar mi cama y todos los muebles.
Este era mi destino hoy, a este lugar tenía que llegar para darme cuenta de que para dormir, nosotros la clase media del siglo XXI usamos un colchón, una superficie blanda. Todavía no nos atrevemos a construir nuestra realidad en los sueños, todavía tenemos en las noches una posibilidad de contacto con lo más natural, blando e ilimitado. Todavía no somos capaces de ponerle barreras a lo que soñamos, y nos permitirnos hundirnos en las imágenes que nos anteceden y nos suceden sin necesidad de poner orden y fronteras a la experiencia onírica.
Es un tanto liberador saber que los edificios que construyo en sueños no necesitan costras de cemento para mantenerse en pie, y que los hago sobre almohadas de plumas, por lo que al caer no se van a hacer daño.
Para soñar no necesito aceras, el límite de mis sueños es una almohada suave, una frontera deformable, que se adapta a la posición que quiera y que además es cómoda. Supongo que ese es entonces mi destino. Mi meta es llegar a convertir los límites de mi realidad en almohadas, dejar de buscar cimientos seguros, creencias sobre las que apostar mis conocimientos para cambiarlos por delirios sin finalidad pero con mucho contenido.
Después de la furia y el ruido muchos mundos sin tiempo ni espacio definido, creaciones vaporosas de duración inaprensible. Supongo entonces que después de hoy, 9 p.m. debo llegar a algo parecido.