Somos muerte. Lo que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren. Están cambiados, para nosotros, los mundos; estamos a punto de vivir cuando estamos moribundos.
La relación que existe entre el sueño y la vida es la misma que hay entre lo que llamamos vida y lo que llamamos muerte. Estamos durmiendo, y esta vida es un sueño, no en sentido metafórico o poético, sino en sentido real.
Todo aquello que en nuestras actividades consideramos superior, todo participa de la muerte, todo eso es muerte. ¿Qué es el ideal sino la confesión de que la vida no nos sirve? ¿Qué es el arte sino la negación de la vida? Una estatua es un cuerpo muerto, tallado para fijar la muerte en materia de incorrupción.
El mismo placer, que tan evidentemente nos parece una inmersión en la vida es ante todo una inmersión en nosotros mismos, una destrucción de las relaciones entre nosotros y la vida, una sombra agitada de la muerte.
El mismo vivir es morir, porque no tenemos un día de más en nuestra vida que en sí mismo no nos dé el tener un día de menos.
Habitamos sueños, somos sombras errando a través de florestas imposibles donde los árboles son casas, costumbres, ideas, ideales y filosofías.
¡No encontrar nunca a Dios, no saber ni siquiera si Dios existe! Pasar de un mundo a otro, de una encarnación a otra, siempre con la ilusión que nos acaricia, siempre en el error que nos halaga.
¡Nunca la verdad, nunca una parada! ¡Nunca la unión con Dios! ¡Nunca completamente en paz, sino sólo siempre un poco de ella, siempre le deseo de ella!