martes, 24 de abril de 2012
EL CONDE DE SAINT-GERMAIN A bordo del Prince of Wales, 15 febrero
EL CONDE DE SAINT-GERMAIN
A bordo del Prince of Wales, 15 febrero
He conocido estos días al famoso conde de Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de
mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez. No parece tener más
de cincuenta años.
En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me
hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me
saludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de
Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos.
Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazine, un artículo sobre el conde «inmortal» y no
fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darse cuenta de que yo conocía
algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.
—No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes. Soy aquel mismo, si se digna creerme,
que fue conocido con el nombre de conde de Saint-Germain, en el siglo XVII. Habrá leído que
algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckendoerde. en el ducado de
Echleswig. Pero existen documentos que prueban que fui recibido en 1786 por el emperador de
Rusia. La condesa de Adhemar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos. En
1821 tuve una larga conversación con el conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia.
Un inglés, Vandam, me conoció en 1847. En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant.
Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conociendo el carácter de esa buena
señora, conseguí evitarla. Encontré algunos años después a Mr. Leadbeater, que hizo de mí una
descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel. He querido volver a ver, después de
unos sesenta años de ausencia, la vieja Europa: ahora regreso a la India, donde se hallan mis
mejores amigos. En la Europa de hoy, desangrada por la guerra y alocada en pos de las máquinas,
no hay nada que hacer.
—Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un centenario en 1784,
en la época de su presunta muerte.
El conde sonrió dulcemente.
—Los hombres —respondió— son demasiado desmemoriados o demasiado niños para
orientarse en la cronología. Un centenario, para ellos, es un prodigio, un portento. En la antigüedad,
e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa
ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de estas verdades es «que no todos los hombres son
mortales». La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue
viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este punto de vista, en dos clases: la
inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los «desaparecidos». Yo
pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios.
—¿Es usted, pues, inmortal?
—No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones
saben desde hace miles de años que los hombres son inmortales, es decir, que comienzan una
segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de ésos está reservada una vida terrestre
tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos nacido
en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto
o más tarde. morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se
mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para
quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.
—Ha hecho usted alusión a una aristocracia de inmortales. ¿No es usted, pues, el único que
goza de este privilegio?
—Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas
afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de
que algunos hombres no han muerto, sino que han sido «arrebatados», esto es, desaparecen sin que
se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han
adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán
el Unterberg cerca de Salisburgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido,
Carlomagno; el Kyffháuser, donde se ha refugiado, esperando, Federico Barbarroja; y el
Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el Asesino. En la India le dirán que Nana Sahib, el
jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en
el Himalaya. Los antiguos hebreos sabían que al patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los
babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno
reapareciese en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los
cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos saben que los británicos no
creyeron nunca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de
Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni
los servios en la de Kraljevic Marco.
»Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los
mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.
»Una interpretación plausible de ciertos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de
cristianos que san Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famoso
Lavater estaba seguro de haberle encontrado en Copenhague. Pero bastaría el ejemplo clásico del
Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diversos
países y en diversos siglos y que cuenta actualmente más de mil novecientos años. Todas estas
tradiciones, independientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o
al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el
curso ordinario de la vida. Y yo, que soy uno de éstos, puedo afirmar con autoridad que esta
creencia responde a la verdad. Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida
se haría imposible. Pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en
cierto modo, los notarios estables de lo transitorio.
—¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmortal?
—No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice
que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardeado nunca
de cosas que no son verdad. Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad.
Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y llegué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal
Colón. Pero no puedo, ahora, contarle mi vida. El único siglo en que frecuenté más a los hombres
fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo. Pero ordinariamente vivo en la soledad y
no me gusta hablar de mí. He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi
curiosidad, en modo especial, no le ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he
podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y
Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los
grandes hombres. Pero estas ventajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un
tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no
enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; los acontecimientos
no se repiten. pero se parecen; lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para
aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted,
ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tierra
ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las
palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: «El hombre no me causa ningún
placer, no, y la mujer mucho menos.»
El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por
momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el
cielo estrellado.
—Dispénseme —dijo finalmente— si mis discursos le han aburrido. Los viejos, cuando
comienzan a hablar, son insoportables.
Hasta Bombay, el conde de Saint-Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que
intenté varias veces entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y
le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.
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