Llegué a la bóveda central, mi cabeza se elevó y se perdió en los detalles de cada pintura.
Anocheció. Estaba pasmado en una banca de las capillas laterales mirando para adentro, ignorando por completo los dioses de afuera y centrándome en los de verdad cuando la luz de una linterna me sacó del trance.
Disculpe señor ya vamos a cerrar, dijo un vigilante. Me sorprendió ver vigilancia privada en una iglesia, pero pensé que con tanto fanático suelto podría ser una medida necesaria. Me apresuré a salir de la catedral no sin antes tratar de absorber esa sensación de terror que producen las inanimadas figuras del santoral católico alumbradas desde abajo por las velas de los fieles. De noche todo cambia, las pocas velas encendidas contribuyen a aumentar el sentimiento de claustrofobia en una de las construcciones más grandes jamás hechas por el hombre, es un tanto paradójico y tenebroso.
Salí por una de las puertas secundarias, la luna creciente se colgaba de una de las torres y resaltaba las gárgolas y patos dentados que tenían como fin espantar las brujas, vomitando a gotas nubes atrapadas. Siempre me pareció intrigante la mentalidad de los constructores, no entiendo la lógica esa de que un demonio se pone en una catedral para espantar a sus congéneres. Pero bueno, los caminos de la fe no conocen la razón.
Desde el centro de la plaza, la catedral se impone como regente y señora de la ciudad, los reflectores amarillos resaltan los colores de los ladrillos y las sombras muestran la cara justiciera e implacable del dios que encierran.
A las 11:11 pm. mientras toda la ciudad está disfrutando del concierto anual que ofrece el ayuntamiento saco mi celular y con una llamada a la banca donde me senté los ladrillos se estampan en la luna, los patos y gárgolas vuelan por los aires y el dios encarcelado desata su furia al azar sobre los desgraciados a los que llueven hostias del cielo.